miércoles, 28 de marzo de 2012

JDA III. Lazos incondicionales. (I)

Al caer el sol, el mercenario buscó una vez más la luna menguante, que se alzaba blanca entre las estrellas, una tajada de sandía rodeada de millones de pepitas, como si quisiese asegurarse que seguía brillando en el cielo. Había dejado a Pallas dormida entre las mantas en la habitación que compartían en el Refugio y había bajado por las pasarelas de madera que unían las plataformas de piedra hasta que sus pies descalzos notaron la fría humedad del mar de finales de invierno. Cuando la marea bajaba se podía llegar hasta una gruta que daba al exterior y que quedaba totalmente inundada cuando el mar subía. En un principio había pensado abandonar la seguridad que le ofrecía la roca del acantilado y perderse entre los árboles del bosque que se extendía en su interior, hasta llegar cerca del templo de Briseida. Pero no era buena idea. De noche, las brisalias, como llamaban a las icariontes que custodiaban el edificio de piedra blanca, disparaban las lanzas al mínimo atisbo de movimiento.
Se dirigió al exterior. Tenía tiempo suficiente para regresar antes de que la marea subiese del todo. El agua le cubría hasta la altura de los gemelos y la marea estaba bajando. La oscuridad del enorme pasillo de piedra que estaba atravesando no suponía apenas obstáculo para sus ojos de lobo.
Estaba a punto de sentir de nuevo la luz de la luna en su piel cuando el olor de Esthia llegó hasta él. Su rastro había sido borrado por las olas y el aroma del salitre. Chasqueó la lengua. Habría preferido pasar un rato a solas.
–Clyven, ¿me buscabas? –lógicamente él también había sido descubierto, así que se dejó ver.
–Pensaba que aquí no encontraría a nadie.
–Suelo venir aquí cada noche, cuando baja la marea. Me gusta echar un vistazo. Saber que todo está bien. Ésta es la única entrada al Refugio que no podemos tener vigilada. No nos conviene que alguien descubra por casualidad qué esconde el acantilado.
–Te has vuelto responsable y todo –ironizó subiendo por las rocas hasta sentarse algo más de un metro sobre el nivel del agua, junto a Esthia. El olor que desprendía su piel dejaba claro que no había estado precisamente solo en aquel lugar. Agradeció internamente a los dioses por no haber llegado antes, interrumpiendo el encuentro entre Esthia y Cessy. Tenía confianza con Esthia, le aceptaba tal y como era, compartía sus secretos. Pero todo tenía un límite. Y pensar en toparse con los dos enzarzados en una guerra de besos y caricias no era lo que más le apetecía.
–Tengo que cuidar de las niñas.
–Seguro.
–¿Y tú qué haces aquí?
–Quería estar solo un rato, pero me alegro de haberte encontrado... Hay algo que no os he contado...
–Jum. ¿Secretos con los amigos? Muy mal, Clyven.
–¿Recuerdas los chicos que hallaron muertos unos días antes de que nos encontrásemos?
Esthia asintió con un cabeceo y al instante sus ojos se abrieron por la sorpresa que le producía la idea que había surgido en su mente.
–¡Eh! ¡Espera! ¿Me estás diciendo que...?
–Sí, fui yo.
–Joder, joder, joder. Así Níoster decía que los cuerpos tenían un olor extraño. Era el tuyo, pero como te hacíamos lejos de las islas no lo relacionamos. Clyven, ¿cómo coño no nos lo has dicho?
–No sabía cómo os tomaríais el tener bajo vuestro mismo techo a un asesino.
El lobo blanco alzó la ceja.
–Como si nosotros no lo fuésemos. Clyven, todos matamos a muchas personas durante la guerra. Fuimos entrenados para ello.
–Pero eran objetivos, teníamos un motivo. No es una muerte al azar.
–Una muerte es una muerte. Sea de quien sea.
Clyven desvió la mirada. Aquella frase llegó a sus oído con la voz de Esthia y a su cerebro con la de Viktor. Tendrían aún que pasar muchos años para que entendiese por qué no debía sentirse culpable por su muerte. La mano de Esthia apretando su hombro le hizo volver a mirarle.
–Por mucho que hayamos cambiado, hagamos lo que hagamos, la Manada siempre protege a sus miembros.
–Yo ya no estoy con la Manada.
–No, no estás con nosotros, pero eres de los nuestros. Y siempre lo serás. ¿Qué pasó para que matases a esas personas?
–Es una historia demasiado larga.
–La marea aún tardará unas horas en subir lo suficiente como para que no podamos entrar. Así que, a menos que te dé miedo mojarte, creo que nos dará tiempo.
Y allí, con el suave canto de Laetania envolviendo sus palabras, con la Dama de Plata como único testigo, Clyven compartió por primera vez su secreto mejor guardado.

–Dejadme salir –insistió, convertida su voz casi en una súplica.
–Imposible –negó Celeno apartándose el flequillo de los ojos para intentar engancharlo sin éxito detrás de su oreja–. En tu estado no puedes arriesgarte. Si las brisalias te descubren en el bosque a estas horas no tendrás tiempo de decir tu nombre antes de que una de sus astas te atraviese el pecho.
–No me importa. No lo entendéis. ¡Está en peligro!
–Venga ya, mujer –le restó importancia la joven lupina–. Clyven es un guerrero experimentado, fue entrenado para sobrevivir. Por Viktor nada menos –añadió como si con eso no necesitase saber nada más–. Y además, va con Esthia.
–¡Es que es Esthia quien está en peligro! ¡Hoy es luna nueva!
Níoster y Celeno se miraron sin comprender. Para ellas, las noches de luna nueva eran exactamente iguales al resto de noches. Sin embargo, Pallas Atenea tampoco tuvo tiempo de sacarlas de su ignorancia, pues un largo aullido las hizo salir a las tres de la seguridad del interior del acantilado.
–Es Esthia. ¡¡Por la Dama de Plata!! ¡¡Sangre!! –exclamó Níoster, echando a correr hacia el lugar del que provenían el sonido y el olor. Lo último que vieron de ella fue una esponjosa cola marrón oscuro perderse entre la vegetación.
Celeno tuvo que hacer un gran esfuerzo para no salir a la carrera tras su compañera, pero no podía dejar a la hechicera sola, así que tendría que adaptarse a su paso, más lento que el que ellas, en su forma animal, podrían mantener, pero aún así, bastante rápido para tratarse de una humana a mediados de un embarazo.
Cuando llegaron, sus ojos se clavaron en una maraña de pelajes marrón, blanco y negro, del que salían gruñidos y golpes y un intenso olor a sangre, tan fuerte que hasta Pallas sintió náuseas. Celeno intentaba discernir entre la velocidad de los movimientos de los tres licántropos contra quién o qué estaban luchando, pero no veía ni olía nada más que a ellos tres.
Níoster salió despedida contra un árbol. Pallas pudo observar entonces que su musculatura alcanzaba el mismo nivel de desarrollo bajo aquella última transformación que la de un macho, que sus dulces rasgos de mujer se fundían ahora con los de la bestia, en una combinación que relegaba su belleza al olvido.
–¡Níoster! –exclamó la otra loba dando un paso hacia ella.
–¡¡Es Clyven!! ¡¡Se ha vuelto loco!! ¡¡No os acerquéis!! –su voz, tan ronca que parecía provenir de más abajo de la tierra, sorprendió a la bruja más aún que su aspecto, al estar acostumbrada a ver los cambios de Clyven. Se no ser por que la había visto antes, escuchándola, diría que se trataba de un hombre.
Celeno se detuvo, mirando a sus dos amigos pelear. Había visto demasiadas luchas para saber que aquella sería a muerte. Pero no entendía qué podía haber llevado a Clyven a aquel estado. Los lobos enéidicos eran capaces de controlar sus transformaciones. La luna ejercía una influencia sobre ellos, al igual que sobre todos los de su especie, pero afectaba a su fuerza, no a su consciencia. Cuando la luna menguaba su fuerza y resistencia también lo hacían. No hasta el extremo de dejarlos indefensos, pues seguían siendo más poderosos que un humano. Tal vez quedaban equiparados a otras criaturas a las que superarían en noches de luna llena. Hocumie siempre les decía de niños que era porque la Diosa Shyd les transmitía fuerza con su luz.
Recordaba que Viktor, quien había sido su líder hasta su muerte, les había contado alguna vez que en el fragor de la batalla tenían que ser muy cuidadosos, pues la rabia y la desesperación, el verse acorralados y sin una vía de escape, podrían desatar su furia. Les había enseñado a no dejar a ningún compañero atrás, a confiar los unos en los otros, a saber que, aunque estuviesen solos y rodeados de enemigos, siempre había un hueco por el que escapar. Les había instruido en cómo encontrar ese hueco y utilizarlo. Podían mantener la calma en situaciones en las que otros morirían de pánico y desesperanza. Y ahora sus ojos descubrían por qué.
Era la primera vez que veían a un licántropo despojado de su consciencia, convertido en una verdadera bestia. Sus músculos parecían incluso más grandes y fuertes, sus movimientos eran más rápidos, directos a puntos vitales, únicamente preocupado por atacar, sin defenderse. No parecía sentir el dolor o, si lo hacía, no le importaba. Siempre se levantaba y volvía al ataque con un largo aullido. Una y otra vez. Una ofensiva más violenta, si cabe, que la anterior. No había miedo, no había valentía, no había destreza ni honor, no había táctica, no había objetivo más allá de la muerte. Lo único que había eran rabia y sed de sangre. Y unos ojos asesinos, inyectados de locura, que no diferenciaban amigos de enemigos. Sólo veía presas. Presas que le producía un enorme placer descuartizar del modo más lento y doloroso posible.
–Tú... tú sabías que esto pasaría, ¿verdad? –increpó Níoster a Pallas, poniéndose en pie.
La joven bruja levantó los ojos para encontrarse con los de la loba y asintió.
–¿Por qué? ¿Qué es lo que le lleva a estar así? Antes no le pasaba –escuchó preguntar a Celeno–. Ha estado muchos años con nosotros y nunca antes había entrado en ese estado.
–Empezó poco antes de marcharn... –la hechicera se cubrió la boca con las manos para ahogar un grito cuando vio a Clyven rodar por el suelo.
Dio un paso hacia el lado para que Níoster no le entorpeciese la visión. Sus oscuros ojos se desviaron un instante hacia Esthia. El licántropo blanco respiraba a grandes bocanadas que hacían subir y bajar ligeramente sus hombros. Sus brazos caían a ambos lados de su cuerpo, tensos, listos para entrar en acción en milésimas de segundo. Sus piernas, separadas para darle una mayor superficie de apoyo, estaban ligeramente flexionadas, para permitirle ponerse en movimiento lo más rápido posible. Su mandíbula goteaba sangre, haciendo que su voz sonase pastosa cuando les ordenó que se marchasen de regreso al Refugio.
A pesar de la oscuridad, Pallas pudo distinguir cómo la parte izquierda de su cuerpo, la que quedaba más alejada de ella, estaba manchada de sangre, que dibujaba sobre su níveo pelaje aleatorias líneas hasta el codo y por el pecho. Supuso que por la espalda también se extendería, pero no podía verlo.
Observó de nuevo a Clyven mientras éste se ponía en pie, apoyándose en las rodillas y ayudándose con las manos. El golpe había sido contundente y lo había dejado unos segundos confundido, pero ya tenía de nuevo todas sus facultades al cien por cien. Su aspecto no era mucho mejor que el de su compañero. También parecía herido. En el hombro izquierdo y el mismo brazo. No podía saber si tenía más heridas, pues en la oscuridad de la noche su negro pelaje se confundía con el rojo oscuro de la sangre y no podía apreciar ni siquiera si la sangre provenía de sus propias heridas o de las de Esthia.
Los dos hombres lobo se miraron, estudiándose mutuamente. Buscando un punto débil para poder llegar de nuevo al cuerpo de su adversario. De repente, Clyven se movió. Volvía al ataque. Pero no hacia Esthia, sino hacia donde estaba ella. Antes de tener si quiera tiempo de reaccionar, la bruja vio al lupino abalanzarse sobre su cuerpo. Cerró los puños con fuerza, sabiendo lo que ocurriría a continuación, esperando sentir la violencia de aquellas garras al cogerla y de sus colmillos atravesando su piel, pero incapaz de separar los ojos de los ambarinos orbes de Clyven.
Níoster la apartó de un brusco tirón, que le hizo pensar que intentaba arrancarle el brazo. La enorme bestia negra encontró una piedra en su camino hacia su presa: una loba castaña, con una mancha clara sobre los ojos, que parecía caer hacia el lado izquierdo. En comparación, Celeno parecía ahora demasiado pequeña. Clyven la apartó de un fuerte empellón que la hizo caer sobre un costado, gimiendo lastimeramente. Pero se detuvo lo suficiente para permitir que Esthia le alcanzase y volviese a enzarzarse con él en una lucha que se había convertido en algo personal.

Continúa en: Lazos incondicionales. (II)

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