martes, 21 de agosto de 2012

Azotando el destino. (I)

A Claudia.


Lo único que se escuchaba era el vaivén de las olas acariciando la fría arena de la playa, dejando restos de espuma plateada a la luz de luna. A lo lejos aún se veían las luces de los faroles sobre la cubierta del Achlys alejándose, siguiendo su camino hacia Láquesis. 
Alecto no había tenido demasiados inconvenientes para convencer al capitán Haidee, un viejo marinero con demasiados inviernos a las espaldas, para que se desviase un poco de su rumbo y acercarse lo suficiente a Kere como para que él pudiese alcanzar su costa volando. El puñado de monedas que le había dado había ayudado bastante.
El icarionte adoraba sentir el viento en sus alas, de largas plumas castañas, poco más claras que su oscuro cabello, casi del mismo tono que sus ojos. Más de tres metros de una punta a otra que se agitaban arriba y abajo, impulsadas por potentes músculos. Dentro de los suyos, los hombres alados de Icarión, Alecto no era alguien que llamase la atención. Rasgos simples, mandíbula marcada, nariz larga y recta, prominente, ojos pequeños, que no destacaban especialmente bajo las cejas oscuras, curvadas, descendentes hacia los laterales de su rostro, labios rosados, carnosos, enmarcados por una barba de varios días. Aunque tenía una sonrisa agradable. O eso le había dicho siempre Zanthe.

¡Ah, Zanthe! Si le hubiesen dicho seis años atrás que iba a conocer a un inmortal, se habría reído en la cara de quien fuese. Todo el mundo en las islas creía en la existencia de los dioses. Todo el mundo era consciente de la unión de las deidades con su tierra. Incluso conocían a alguien que conocía a alguien que había oído que un inmortal se había mostrado en algún lugar.
La primera vez que la vio, le pareció una mujer atractiva, con el cabello largo y castaño oscuro mecido por el viento, como si flotase a su alrededor, esbelta, de piel clara, cálida, y unos ojos que le dejaron sin respiración. Era mayor que él, se le notaba en las pequeñas arrugas que se formaban junto a sus ojos y alrededor de sus simétricos labios, pero eso hacía que se le antojase aún más interesante. Se sintió afortunado únicamente con que le hablase. Sólo los dioses sabían cómo, había logrado arrancarle una risa en medio de una conversación banal.
Le cautivó. Su forma de entender la vida, su libertad, el amor que sentía por todas las criaturas. No podría precisar en qué momento le entregó su corazón, pero lo hizo sin reservas, sin pedir nada a cambio, como un chiquillo asustado que se enamora por primera vez, a pesar de que ya había conocido el amor de varias mujeres.
La noche en que le confesó que era una siníade y que su verdadero nombre era Zanthe sintió miedo. No sólo por que un inmortal estuviese ante él, sino porque las siníades, las hijas del Destino, se encargaban de que nadie escapase a los designios de Sinorian y acompañaban, a través del Mar Ardiente, a las almas de aquellos que tenían una muerte tranquila hasta la base del Abllos, en Astéropes, donde las arpías que guardaban la entrada al Reino de Triónidas les llevarían ante el Juez, quien decidiría en función de la vida que habían llevado, si les correspondía descansar en Arges o servir en sus huestes en Astéropes. Se las llamaba las Muertes Dulces.
Mas sus temores se habían disipado cuando había comprendido que no era su futuro el que llevaba a Zanthe a sus brazos, sino su presente.

Y por ella estaba en ese instante, en plena noche, posándose en las arenas de Kere, plegando las alas a su espalda y cubriéndolas con aquella capa oscura, que le colgaba hasta la altura de las rodillas. Se cubrió la cabeza con la capucha y se encaminó, dejando huellas en la arena, hacia las luces que distinguían a unos doscientos metros del lugar donde se había posado.
Atada a la cintura, la bolsa de cuero donde escondía una buena suma de dinero y los pedazos de hierro rojizo que se convertirían en un arma en las fraguas del herrero al que se disponía a visitar.
Demasiado tiempo de búsqueda le había costado conseguir aquellos pedazos de metal que una vez formaron parte la lanza del Mensajero de la Muerte. O eso decían las leyendas. Se contaba que Necreonte había teñido de rojo la arena del norte de Eneida, ante los restos de la ciudad de Ataleia, devorada por las llamas. Su lanza había atravesado las entrañas de muchos mortales, dejando sus cuerpos inertes repartidos por la playa, pisoteados por enemigos y aliados en la batalla más cruenta que recordaban las islas. El bautismo de sangre de un Dios guerrero, inexperto, cruel, demasiado impresionado por su propio poder, demasiado inconsciente, cegado por el fragor de la lucha, que se había visto solo en el campo de batalla, único superviviente, por su condición de inmortal. Había visto caer bajo su fuerza a soldados cuyo único crimen había sido no reconocerle como un verdadero Dios. Había visto caer a aquellos que habían luchado a su lado. Su primera batalla como general. Su primera masacre. 
Se decía que cuando la luna se alzó en el cielo, el joven Mensajero de la Muerte cayó arrodillado en la arena, con la lanza asida con ambas manos, descansando sobre sus muslos. Piel y ropa cubiertas de sangre reseca. Los ojos, oscuros como el abismo, fijos en el horizonte. Riendo a carcajadas.
La guerra aún le bullía en las venas y no había saciado su sed de sangre. La primera criatura que se cruzase en su camino acabaría atravesada de lado a lado por su lanza. Y no tardó en hacerlo. Apenas sintió una presencia a su lado, descargó contra ella su arma, atravesando la blanda carne y la suave piel. Abrió desmesuradamente los ojos al comprobar que aquella presa no era otra que la Dama de Plata, que lo miraba con sonrisa indulgente.
Arrancó de un tirón la lanza de sus entrañas, cubierta de la blanca sangre de la diosa. Y contra su propia pierna la hizo pedazos. A nadie más heriría la punta que había herido a un inmortal. Esparció los pedazos por los rincones más recónditos de las islas, para que nadie los encontrase.

Faltaban un par de horas para el alba, las calles -si es que podía llamarse calles a los irregulares espacios para pasar entre las cabañas de madera y paja seca salpicadas desordenadamente en un cerrete- estaban desiertas. Todos dormían. O casi todos. Deambuló sin saber muy bien por donde tenía que moverse. Le habían descrito la casa en la que vivía el herrero como un armazón a dos aguas, de unos cinco por diez metros de planta y otros tantos de alto en la parte central. Le parecía una construcción incómoda, pero lo mismo podía decirse de los llamados nidos icariontes y eran lo que mejor se adaptaba a su raza. Al llegar a Lacerta descubrió con cierto pesar que casi todas las cabañas se ajustaban a esa descripción. Habría sobrevolado el lugar para localizarla desde el aire, pero no quería llamar demasiado la atención.
Intentó hacer memoria de algún detalle en la descripción que Zarek le había dado que le ayudase a encontrar la correcta. No tenía más opciones que confiar en la palabra de aquel inmortal cuyo aspecto estaba más cerca del de un reptil que del de un humano, pues tenía la piel cubierta de escamas, de un tono azul verdoso, como se ve el mar en la lejanía cuando el oleaje ha arrancado las algas del fondo, un rostro sin nariz, de ojos saltones y ambarinos y membranas interdigitales en las manos y en los pies. Su cabeza parecía caer hacia adelante y no podía juntar completamente las piernas, siempre ligeramente flexionadas, como si estuviese a punto de saltar. Le ayudaba porque Zanthe se lo había pedido, pero Alecto sabía que tenía motivos ocultos. Motivos que, esperaba, no acabasen en traición. Una parte del icarionte temía que pudiese ser una treta para arrebatarle el cariño de la siníade, a pesar de que ella jamás había sido totalmente suya. Zanthe era un amor compartido, pero lo había sido desde el primer momento y él había aceptado las condiciones.
Había hablado de pieles rojizas cubriendo la parte superior y varios cuernos pendiendo de la entrada. En aquella oscuridad no podría diferenciar el color de las pieles, así que tendría que buscar los cuernos.
Finalmente la encontró, o eso esperaba. Se dirigió al frontal triangular, contra el que colgaban al menos media docena de cuernos rotos, atados todos en el mismo lugar con tiras de cuero.
Golpeó con la mano en la madera, suavemente. No ocurrió nada, parecía no haber nadie en casa. Llamó de nuevo, con más fuerza. Tampoco parecía que le hubiesen escuchado. Se dispuso a llamar una tercera vez, pero no había descargado su mano sobre las tablas cuando éstas se movieron hacia él, trazando un arco. Tuvo que apartarse para no ser golpeado. Una mitad del triángulo de madera que tenía delante se abrió, dejando a la vista a un imponente minotauro, de dos metros y medio de alto, con piel oscura, pelo corto y fuerte, más largo en las piernas, a partir de los gemelos, cayendo sobre sus pezuñas, en su cabeza y a lo largo de su columna, hasta el rabo y el final de éste, en las axilas y los genitales. Sus piernas eran grandes, musculosas, rematadas en fuertes pezuñas negras que dejaban huellas en la tierra a su paso. Sus brazos estaban muy desarrollados, casi tan voluminosos como las piernas del icarionte. Se notaba que el trabajo en la fragua había modelado cada uno de aquellos músculos. Ceñudo, de ojos hundidos, negros y brillantes, y dos grandes cuernos, simétricos, afilados, que destacaban, de un blanco sucio, contra la oscuridad de su piel y el interior de su cabaña. Bufó, mirando al icarionte con gesto poco amigable. Se notaba que le había despertado y que no le había gustado que lo hiciera.
-¿Alcíone? –preguntó con cierto recelo.
-¿Qué quieres?
El icarionte se descubrió la cabeza, dejando la capucha a su espalda, entre los bultos que dejaban sus alas.
-Mi nombre es Alecto. Me han dicho que tú podrías ayudarme –su explicación se redujo a sacar de debajo de su capa el paquetito envuelto en tela donde llevaba los pedazos de hierro y tendérselo.
Con el ceño fruncido, Alcíone tomó el hatillo y lo abrió sobre la palma de su mano. La sangre que manchaba el metal, a pesar de llevar cientos de años seca, todavía brillaba con un reflejo plateado, como la luna. Los ojos del minotauro se abrieron por la sorpresa.
-Esto es... –Su interlocutor asintió, con una sonrisa triunfal-. Entra –invitó regresando al interior de su cabaña. Avivó el fuego de la fragua, que tenía cubierta con cenizas para mantener el rescoldo. Mientras esperaba que prendiese de nuevo y la cabaña se tiñese de la anaranjada luz de las llamas, se dejó caer al suelo-. ¿Cómo lo has conseguido?
-En Fuente de Hierro. Es sólo uno de los muchos pedazos de Konephoros –así se llama la lanza de Necreonte- que existen repartidos por las islas. Todavía está impregnado de la sangre de la Dama de Plata.
No detalló que se la había proporcionado un inmortal, ni cómo la había obtenido Zarek. Tampoco lo sabía. No había querido preguntarlo, aunque intuía que no había sido precisamente de un modo limpio y razonable. Pero Zarek era un inmortal y no le convenía soliviantarlo. No sólo porque le estaba ayudando a seguir los pasos que se detallaban en aquel pergamino gastado y casi ilegible que había encontrado en uno de sus viajes por las islas, sino porque poseía poder suficiente para acabar con él si así lo deseaba. Y no dudaría en hacerlo si veía peligrar su posición.
-Entonces debe de ser verdadero y no sólo un pedazo de hierro pintado. ¿Qué esperas que haga con él?
-Me han dicho que eres el mejor forjando armas. Necesito hacer un puñal con ella, sin que pierda la esencia de la sangre de la Diosa.
-Eso es muy complicado, tendré que forjarlo en frío –a pesar de que en entre los herreros lo llamaban forjar en frío, simplemente se referían a no calentar el metal hasta que estuviese candente, por lo que era necesario parar más a menudo para mantener la temperatura y luego dejarlo enfriar al aire, poco a poco, sin sumergirlo en agua, como se hacía normalmente.
-No importa lo que tardes, ni lo que cueste. Te pagaré bien. Pero necesito que mantenga la sangre de Shyd –volvió a insistir-. Por desgracia, el fragmento no tiene filo para usarlo directamente.
-No resistirá el calor y los golpes, ni siquiera aunque ponga mi mayor empeño. Suponiendo que haya sobrevivido al paso del tiempo.
-Es la sangre de una diosa. Inmortal, como ella.
-¿Para qué vas a usarla?
-¿Conoces la historia de Hiperión?
-Todo el mundo la conoce. Un mortal que desafió a los dioses... No puedes estar hablando en serio, icarionte. Una cosa son las leyendas antiguas y otra la vida real.
-Hiperión luchó por lo que quería y venció.
-Hiperíon era una bestia. El primer lobo. Poseía la fuerza de cien hombres, tenía garras y colmillos afilados y no conocía el dolor.
-Era un hombre. Humano. Un simple cazador que descubrió a la Loba Blanca una noche. La siguió para darle caza y, cuando estaba a punto de soltar la flecha, presenció cómo la envolvía un resplandor y, donde antes había un animal, ahora aparecía ante él una mujer –ambos conocían la leyenda, pero Alecto la contaba con tanta pasión como si fuese la primera vez que se pronunciaba en voz alta-. Se enamoró de ella y, noche tras noche, la buscaba en ese mismo lugar, junto al lago de Parakalia. Al principio se escondía y la observaba, hasta que decidió acercarse a ella, cubierto con pieles de lobo, para hacerle creer que, al igual que ella, era un animal que podía adoptar la forma humana.
>>Noche a noche, acabó por ganarse el corazón de la Dama, que se encontraba con él a espaldas de sus hermanos. Cuando los Dioses descubrieron su relación, enfadados, los separaron, prohibiendo a Shyd salir del Palacio de Espuma.
>>A pesar de ser un simple mortal, Hiperión amaba tanto a Shyd que arriesgó su vida para llegar hasta ella y burló las defensas de los dioses. Su ira no se hizo esperar y el mismísimo Triónidas, apoyado por los demás, transformó a Hiperión en una bestia, privada de consciencia, cuya única razón de ser era matar.
>>Pero Shyd también era una diosa y escapó de su encierro para reunirse con Hiperión y ayudarle a enfrentar a los Dioses. Mezcló su sangre, como la que mancha ese metal, con el alma de Hiperión, en los fuegos de Astéropes, forjándose un nuevo corazón. Humano, mortal y bestia bajo la misma piel.
-Ya, ya, por eso a los lobos se les mata con plata. No es necesario que repasemos todos los mitos sobre nuestros dioses –interrumpió Alcíone-. Pero eso son leyendas. Si es cierto que ocurrieron tal y como se cuentan, fue hace mucho tiempo. Demasiado. No podrás obtener la vida eterna con unas gotas de sangre impregnadas en un pedazo de hierro oxidado.
-Eso es cosa mía ¬–atajó, aunque con una sonrisa conciliadora. No quería dar explicaciones detalladas de sus motivos, bastaba con satisfacer la curiosidad del minotauro. 
-Como quieras. Lo tendré en una semana. Cien tamaks.
-¿Una semana? Te daré doscientos si la tienes en tres días.
-¿Ansias la eternidad y tienes prisa por cuatro días? Tú eliges. O un trabajo rápido o un trabajo bueno.
Alecto frunció ligeramente el ceño. ¡Por supuesto que tenía prisa! El tiempo apremiaba. Cuanto más tardase, más posibilidades había de que los dioses reparasen en sus movimientos. Hasta el momento, por lo que Zanthe le había revelado, no tenían los ojos puestos en él. Y quería avanzar todo lo posible mientras así fuese. Chasqueó la lengua.
-Una semana. Volveré entonces –se levantó para abandonar la cabaña, no sin antes dejar al alcance del herrero parte del precio acordado-. Por si me pillan con las manos en la masa.
Sin esperar respuesta y con aquella sonrisa entre sarcástica y resignada por lo que pudiera ocurrirle si los Dioses descubrían sus intenciones, el icarionte salió a la calle, se despojó de la capa que cubría sus alas y levantó el vuelo hacia el sol de la mañana.

Continúa en: Azotando el Destino. (II)

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