viernes, 24 de agosto de 2012

Azotando el destino. (II)


-¿Lo tienes?
El inmortal le apremió a responder apenas Alecto apareció en el lugar acordado, al norte de Aqueloo, a las afueras de la pequeña villa de Denébola, a la puesta de sol. Como respuesta, el icarionte le entregó un paquetillo envuelto en cuero, de palmo y medio de largo y medio de ancho. Zarek lo abrió y a punto estuvo de dejar caer su contenido entre sus membranosos dedos. Una daga, con la hoja de quince centímetros, de hierro rojizo con vetas plateadas en la parte inferior.
-Lo ha conseguido. Ese minotauro ha logrado obtener un filo y mantener el metal que le dimos casi intacto.
-No sé yo si ese “casi” será suficiente. Ha tenido que añadirle metal para hacer el resto de la hoja. Pero no tenemos otra cosa –las dudas acudieron al icarionte, aunque las desechó con un movimiento de cabeza mientras escondía de nuevo aquel preciado objeto.
-¿Cuál es el siguiente paso?
-Según esto –su respuesta se alargó el tiempo que tardó en rebuscar entre sus ropas el fragmento de crónica sobre el que se sustentaba toda aquella locura-, Hiperión –sus ojos buscaban frenéticamente entre los desgastados renglones el punto exacto de la historia para leer textualmente- recibió de manos de Shyd el Orbe de Espuma, una esfera que le permitiría forjar su espíritu en los fuegos de Astéropes.
-Sí, sí, muy bonito –interrumpió Zarek-. Ahórrame los detalles, con saber qué es lo que necesitamos conseguir es más que suficiente.
Alecto chasqueó la lengua. Odiaba que le interrumpiesen cuando hablaba de algo importante. Pero Zanthe le había advertido que necesitaban a Zarek de su lado, así que tuvo que morderse la lengua.
-Está bien. Ahora el problema es cómo nos hacemos de él. Está en el Palacio de Espuma. La Morada de los Dioses. No podemos llegar, llamar a la puerta y decirles “Hola, venimos a buscar un par de cosillas para hacernos inmortales, ¿os importa no estorbarnos demasiado?”.
-Estúpido mortal. Deberías hablar con más respeto de aquellos a los que quieres alcanzar. Podría aplastarte como a un gusano por tu blasfemia.
-Y los dioses te aplastarían como un gusano a ti.
-Yo ya soy un inmortal. 
-Pero no eres un Dios. Que esto salga bien te interesa tanto como a mí.
Se sostuvieron las miradas unos largos instantes. Su relación había sido tensa desde el principio y seguramente lo seguiría siendo. Pero necesitaban soportarse el tiempo necesario para acabar aquella empresa.
-El camino más corto sería llegar hasta Hárpago y desde allí buscar cómo llegar al Palacio –retomó la conversación Zarek.
-Yo no puedo respirar bajo el mar ni nadar como los neptarios. Bastante es que puedo levantar el vuelo desde el agua.
-Yo puedo entrar sin problemas en el Palacio, pero alguien tiene que generar algún tipo de distracción y, para eso, yo tengo muchos más recursos. Podemos intentar conseguir la ayuda de algún neptario.
-Dudo que se arriesguen. Son fieles seguidores de Laetania. No la traicionarían.
-Tú eres un fiel servidor de Briseida y aquí estás, intentando engañar a los dioses. Ella incluida.
-No es lo mismo. Yo tengo motivos.
-Ya, ya... Zanthe. Bah –les restó importancia con un ademán de la mano-. Tú déjame eso a mí. Nos reuniremos dentro de tres días en Hárpago. A mediodía, en las arenas de Sirrah. Sé puntual, icarionte –y desapareció, dejando a Alecto solo entre los árboles. 

._.

Sinorian irrumpió en la estancia del Templo de Naxes donde sus hijas estaban: Ume, la menor, leía en voz alta para las demás, Akrotiri y Dekhelia, las más mayores, iban rematando los extremos del tapiz que tejían juntas. Zanthe, la tercera, únicamente se limitaba a mirar por la ventana con aire ausente.
El golpe de la puerta de madera oscura contra la piedra gris de la pared, les dio una idea de la gravedad de la situación. Su padre jamás entraba así en ningún lado a menos que hubiese visto algo alarmante entre aquellas brumas plateadas que envolvían el destino. Por ello, las cuatro siníades se sobresaltaron y clavaron sus miradas en el Dios. No tuvieron tiempo de preguntar qué ocurría, cuando la voz del Señor de los Destinos llenó la estancia.
-Une, ve aprisa a Hárpago, al Palacio de Espuma, y avisa a Héliades. Que prepare a sus soldados. Un intruso, un incarionte, se dirige hacia allí.
La siníade cerró el libro y lo dejó a su lado. Metió los pies en las sandalias y se dispuso a cumplir la orden recibida.
-Padre, te lo ruego, no lo hagas –la voz de Zanthe hizo que su hermana se detuviese. Sinorian la miró con gesto interrogante-. Deja que Alecto intente cumplir su sueño.
-Así que Alecto... –escrutó sus ojos, entrecerrando la mirada-. He sido complaciente contigo, Zanthe. Te he dejado mostrarte a cuanto mortal has deseado. Pero no toleraré que ninguno de ellos ose levantarse contra nosotros.
No parecía enfadado. Y eso fue lo que más inquietó a Zanthe. Sinorian era un hombre amable y paciente, no era fácil enfadarle, tal vez porque sabía de antemano el destino de todas las criaturas mortales de las islas. Por eso, cuando lo hacía, era terrible. Su temor respecto al icarionte se debía a que únicamente podía conocer los destinos de los mortales y, al estar persiguiendo la inmortalidad, su destino se ramificaba tanto que era imposible saber cuál era el que finalmente se impondría. Ni siquiera él podía saber a ciencia cierta si lo conseguiría o no. Y la incertidumbre no era un sentimiento demasiado frecuente para Sinorian.
-¿Qué puede hacer un simple mortal contra los designios de los Dioses? –preguntó, en un intento de aplacar a su padre-. Permite al menos que mantenga su honor de guerrero. Deja que guarde intacto su orgullo por haber perseguido su sueño hasta el final.
-El final será el mismo. Y lo sabes.
Le impedirían lograr su objetivo. Si no lo hiciesen, todos los mortales querrían ser dioses y se rompería el equilibrio. Guerras, destrucción y muerte. Todo lo que habían creado dejaría de existir. Era un horizonte demasiado negro para no poner los medios para evitarlo.
-Hazlo por mí. Por favor.
Sinorian resopló. No podía negar nada a ninguna de sus hijas cuando le miraban con aquellos ojos cargados de temor. Ni siquiera cuando lo que solicitaban eran favores especiales para algún mortal. Zanthe no era tan dócil y abnegada como Une, pero tampoco tan caprichosa como Dekhelia, por lo que decidió ceder un poco ante sus ruegos. Dejaría que ese muchacho, del que su hija se había encaprichado, siguiese adelante, con la esperanza de que la dificultad de la empresa le hiciese desistir.
-Está bien, Zanthe. Si quieres jugar a ver hasta donde es capaz de llegar ese mortal, adelante. Dejaré que juegue, pero no voy a permitir que gane.
La siníade asintió. Al menos había un pequeño resquicio por el que escapar. Tal vez pudiera convencer a Alecto de que no continuase, ahora que habían sido descubiertos. O quizás él mismo se diese cuenta de que perseguía un imposible. Con ese pequeño plazo que había ganado, intentaría encontrar una forma de ayudar al icarionte. Ya había manipulado el destino a espaldas de su padre para que pudiese obtener el fragmento de la lanza de Necrionte en Fuente de Hierro, formar bruma alrededor de sus siguientes movimientos sería algo mucho más sencillo. O eso esperaba.

._.

El sol calentaba su espalda con intensidad. Tenía un ala extendida para hacerse sombra sobre la cabeza. Llevaba casi una hora esperando, pero le parecía mucho más tiempo. Tenía sed y ya había repasado varias veces a todos los antepasados de Zarek. Y no precisamente en buenos términos. 
Finalmente vio una figura salir entre las olas y acercase a él. La reconoció al instante: el inmortal. Unos metros por detrás, apareció la cabeza de un neptario. Ojos amarillos, saltones, que destacaban sobre la piel, escamosa y blanca, grisácea en algunas zonas. Los neptarios eran unas criaturas pequeñas, similares a los tritones, pero de mucha menor envergadura. Un individuo adulto podía medir un metro, sin contar las aletas de la cola, que podrían llegar a añadir entre treinta y cuarenta centímetros a su tamaño. Su mitad anterior, en cambio, no era similar a la humana, como ocurría con los tritones. Tenía la misma morfología, pero presentaban branquias a ambos lados de la cabeza, en el lugar donde deberían estar las orejas. Sus brazos eran finos y cortos, con una membrana en la parte inferior, hasta el tronco, que les permitía usarlos como aletas. No tenían pelo y sus ojos se situaban en los extremos de la cabeza, sobre la redonda boca, carente de lengua y dientes, que les permitía emitir aquellos estridentes sonidos con los que se comunicaban.
Alecto calculó que aquel tendría unos siete años, basándose en su tamaño y las zonas grises que se extendían ya bajo sus ojos, como dos líneas de dos dedos de ancho que bajaban por su cuerpo hasta la cola. Cuanto más oscura fuese su piel, mayor sería su edad. Teniendo en cuenta la esperanza de vida de su especie y su ritmo de desarrollo, se trataba de un adulto en plena madurez. Tampoco pudo fijarse demasiado, porque apenas estuvo en la superficie un par de segundos. No podían respirar fuera del agua, así que no podía llegar a la orilla. Esperaría allí mientras Zarek y Alecto concretaban cómo llegarían hasta el Palacio de Espuma.
-¿Cómo lo has conseguido? –se interesó el icarionte, apenas Zarek llegó al lugar donde se había puesto de pie para recibirle.
-Todo el mundo tiene un precio.
Una escueta respuesta que indicaba que no quería entrar en detalles. Le había ofrecido poner a su alcance el mundo exterior, el poder para cambiar su apariencia por la de un humano y poder sobrevivir al aire. Algo que Alecto sabía que el inmortal no podía conceder, por eso Zarek prefirió mantener su trato en secreto, para evitar que al icarionte le entrase un arranque de moralidad y no quisiera involucrar con engaños al inocente neptario.
-Zarek...
-¿Qué? ¿Quieres conseguir el Orbe o no quieres conseguir el Orbe? –Alecto asintió-. Pues entonces no hagas tantas preguntas.
El icarionte suspiró resignado. No tenía tampoco muchas otras opciones.
-¿Cómo vas a llegar al Palacio?
-No voy, vas tú. Yo ya te he allanado el camino. Está todo listo.
-Yo no puedo respirar ahí abajo.
-Dentro del Palacio podrás hacerlo. Es como si estuviese construido en tierra firme. Podrás moverte por él de la misma forma que te mueves en el aire.
-¿Estás seguro?
-¿Te mentiría yo?
-Sí. Pero supongo que no tengo elección.
-Exacto. El neptario te llevará. Tienes que entrar por una ventana de la torre norte. No está lejos, no creo que mueras en el proceso, pero... Coge aire, por si acaso.
Alecto puso los ojos en blanco mientras se metía poco a poco en el agua. Estaba fría y hacía que la ropa se le pegase a la piel. Nadó hasta donde estaba esperándole el neptario, se agarró dónde éste le indicó y llenó todo lo que pudo los pulmones. Al instante, se vio arrastrado con fuerza dentro del agua. Apretó los ojos y los labios. Se sentía mareado por la brusquedad de los movimientos y le dolían las alas por la resistencia que oponían al agua. 

No supo cuánto tiempo exactamente estuvo bajo el agua, ni cuánta distancia había recorrido, cuando Rasalhague se detuvo. Abrió los ojos, notando el leve escozor de la sal, y miró alrededor. Estaban escondidos tras un repliegue del terreno, cubierto de algas. Al asomarse entre las ondeantes hojas negras, descubrió ante él el Palacio de Espuma. Blanco, brillante, enorme. A simple vista parecía estar realmente hecho con espuma de mar.
Tenía seis torres puntiagudas, de las cuales sólo tres podían verse desde la entrada. Una en el centro, la más alta, y una a cada lado. Tras la mayor, se alzaban las restantes, como si dibujasen la espina dorsal de un pez, pues las torres se unían por puentes flanqueados de centenares de lanzas blancas, separadas un metro entre sí.
El icarionte y el neptario se encontraban escondidos en la parte trasera, por lo que no podían ver las puertas y la larga escalinata que permitía llegar a ellas desde la explanada que se abría delante, rodeada de columnas, donde las crónicas decían que Hiperión había luchado contra los dioses para llegar hasta Shyd. El palacio estaba protegido por una guardia de tritones, armados con horcas, apostados entre las columnas y en la parte superior de la arcada que las unía. Alrededor del palacio se repartían media docena de carros tirados por hipocampos.
Rasalhague señaló una de las ventanas que se abrían en la parte superior de la penúltima torre de la parte posterior. Hacia allí tenía que dirigirse Alecto, aprovechando la distracción que generaría el neptario al dejarse ver y atraer la atención sobre sí. Se dirigió, nadando todo lo rápido que le permitían sus aletas, contra el carro que tenía más cerca. Agarró la horca del tritón y la arrancó de su anclaje en el carro, huyendo con ella y empleándola para pinchar a las monturas y crear un poco de confusión. Nadó, perseguido por el primer tritón, hasta la parte inferior del palacio, ocupada por la guardia y sus monturas. Se metió de lleno entre los hipocampos y empleó el arma que había robado para liberarlos y que huyeran en todas direcciones.
Los tritones tiraron de las riendas de los carros para perseguir al esquivo neptario, que se habían mantenido escondido entre un grupo de monturas para evitar los ataques de la guardia, proporcionando a Alecto la oportunidad de colarse en el palacio. Ocupados en intentar evitar que se alejasen demasiado y volviesen a su redil, los tritones abandonaron sus puestos.
Alecto dudó, pero no tenía tampoco una opción mejor. Podían descubrirle y matarle. Pero quedarse ahí plantado le mataría igualmente. Y el ahogamiento le parecía una muerte mucho más terrible que las heridas que pudieran hacerle aquellas armas.

Continúa en: Azotando el Destino. (III)

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