viernes, 24 de agosto de 2012

Azotando el destino. (IV)


Agitó una vez más la botella de cristal en la que habían vertido la sustancia que componía el orbe y que, en lugar de adaptarse a la forma del recipiente, mantenía su redondez, apretándose contra las paredes de cristal en el centro. Observó cómo aquella viscosa y lechosa materia se deshacía en jirones de niebla y ocupaba todo el espacio de la botella, para agruparse de nuevo y recuperar su forma original. Lo devolvió a la bolsa de cuero en la que guardaba la daga y la cerró. 
-Ya falta poco –se dijo a sí mismo en un susurro cargado de optimismo.
El viaje hasta Astéropes estaba siendo tenso. Veía a lo lejos las islas gemelas, pero, a pesar de tener la victoria a un paso y de estar haciendo lo que más le gustaba en la vida, que era volar, no se permitió hacer ni siquiera un requiebro al viento. Concentrado en su objetivo, como había hecho en las batallas que había librado en el ejército enéidico, no apartaba la vista de las columnas de humo que ascendían del volcán a través del cual se accedía al reino de Triónidas. En él las almas de todos los enéidicos esperaban para volver a la vida. 
Había salido de Hárpago al amanecer y llevaba ya varias horas volando, aprovechando las corrientes de aire para cansarse lo menos posible. En unas horas más alcanzaría su meta. Llegar a esas dos islas era imposible si no se disponía de alas, puesto que estaban rodeadas de escarpadas rocas que no podían ser evitadas ni con la embarcación más ágil y pequeña. Nadar era impensable, nadie soportaría el esfuerzo y las corrientes que las rodeaban le lanzarían contra las rocas o le arrastrarían al fondo. La única opción para tratar de llegar con vida era volando, pero había que evitar los fuegos y los gases del volcán. Y a los feroces guardianes que custodiaban el cielo sobre Arges y Astéropes, no dejando que nadie se acercase al Reino de Triónidas.

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-¡¿Qué?!
La voz de Triónidas resonó por toda la estancia principal de su templo en Arges. De piedra negra, veteada, se alzaba casi una decena de metros en su parte más alta sobre el lecho de hierba y flores que alfombraba la parte sur y oeste de la isla, la que no podía verse desde ningún otro lugar del archipiélago.
Las manos del dios se apretaron con tanta fuerza contra la piedra de los brazos de su trono que parecía que iba a hacerla estallar en cualquier momento. Se puso en pie con brusquedad y se paseó de un lado a otro como una fiera enjaulada, mirando de hito en hito a su hijo, que permanecía frente a él, al pie de los escalones sobre los que estaban los asientos que ocuparan él y su esposa.
-Sinorian ha enviado a una de sus hijas para confirmarlo –Necreonte giró el tronco, como si fuese a cederle el paso a Une, que se encontraba a su lado-. Viene hacia aquí.
La menor de las siníades soltó el extremo de una de las pequeñas trenzas que adornaban su cabello dorado, con la que había estado jugando nerviosamente, y levantó los ojos, verdes como esmeraldas, hacia Triónidas, confirmando las palabras de Necreonte.
-Enif.
Apenas escuchó su nombre de boca de su señor, la arpía se postró ante él. No hizo falta que Triónidas pronunciase las órdenes en voz alta. Sabían perfectamente cuál era su deber. Nadie que no viniese acompañado de uno de los acólitos de Necreonte o una de las siníades podía atravesar las defensas de su reino. Un leve cabeceo del dios fue suficiente para que desapareciese de la sala.

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-Me has desobedecido, Zanthe. Puedo asumir que tú y tus hermanas toqueteéis a vuestro antojo las vidas de los mortales, que os mostréis ante ellos, que les engendréis hijos. Pero esto ha ido demasiado lejos. Esto es traición.
-Pero padre...
-No oses siquiera intentar justificarte –bramó Sinorian. Zanthe estaba segura de que su voz se escucharía en cualquier rincón de Naxes-. Cambiar un destino por otro más dulce podría haber tenido un pase. Habría dejado que lo hicieses. Pero decidir por ti misma a quién otorgar la inmortalidad… ¡Ni siquiera yo me atrevo a tanto sin haber parlamentado antes con los demás dioses! Y tú, una simple siníade, ¿te atreves a hacerlo? Has pasado la línea, Zanthe, y eso no te lo permito –la siníade no tuvo muy claro si lo que más encogió su corazón fue el temor a sus palabras o la frialdad en los ojos de su padre, que la atravesaban como dos témpanos de hielo-. Ve a Icarión y espera. Dentro de seis días, al alba, Alecto conocerá su destino. Y tú con él.
Zante se mordió la lengua para no replicar mientras Sinorian abandonaba la estancia, dejándola sola. No serviría de nada apelar a su piedad. La decisión ya estaba tomada y nada ni nadie podría cambiar el sino que se cernía sobre el icarionte. Abandonó Naxes, convertida en viento, y recorrió la larga distancia hasta Icarión, hasta el nido de Alecto, dejándose caer en el montón de cojines sobre los que tantas veces había dormido entre sus brazos. Sólo entonces se permitió flaquear y dejar que las lágrimas cayesen.

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Agitó las alas una y otra vez, intentando alcanzar la mayor altura posible. Las notaba pesadas, como si de repente todas sus plumas hubiesen sido sustituidas por pedazos de metal, como si sus huesos, huecos y ligeros, se hubiesen vuelto macizos. Le costaba aletear y sentía cómo le ardían la garganta y los pulmones con cada soplo de aire que tomaba a través de sus labios entreabiertos, secos y agrietados. Pero no iba a rendirse. No cuando veía ya, entre las largas columnas de humo negro, los fuegos del Abllos.
De entre los cráteres humeantes por los que emergían de tanto en tanto borbotones de lava, vio elevarse figuras aladas. Al principio pequeñas, debido a la distancia. No las distinguía, pero sabía que se trataba de arpías. Conforme se elevaban hacia él, Alecto pudo distinguir la forma de sus alas, sus garras de rapaz, su cuerpo, mitad humano, mitad animal -o quizás lo más correcto sería decir que tenían morfología humana y exterior animal-, su rostro, de ojos grandes y ambarinos, con un fuerte pico ganchudo.
Tres le rodearon, entre graznidos estridentes que el icarionte no pudo descifrar. Un lenguaje que únicamente comprendían las arpías. O tal vez sólo eran sonidos sin sentido.
Una se detuvo, en el aire, ante él. La más grande de todas. Las otras dos se situaron a ambos lados, por detrás, completando un triángulo a su alrededor. Alecto no podía distinguir si se trataba de machos o hembras, pues nunca antes había visto uno de aquellos seres cara a cara. Y la visión no era agradable. Le parecieron los seres más horribles que había visto en su vida. Con razón los tenían custodiando la entrada al reino de los muertos.

Sin mediar palabra, pues aunque hubiesen intentado convencerle, no lo habrían conseguido, el icarionte trató de seguir avanzando, mas la arpía que tenía frente a él no se lo permitió. Se enganchó a su cuerpo, clavando las garras en su carne, en los hombros y la parte anterior de los muslos.
El grito de Alecto rompió el silencio reinante en el cielo. Sus ropas no tardaron en teñirse de rojo en los puntos donde las garras de la arpía habían atravesado tela, piel y músculo.
-Dejadme. Tengo que llegar al Abllos.
Como respuesta, las arpías graznaron junto a su oído y aferraron sus alas, clavándole las garras entre los huesos, bajo las plumas. El icarionte apretó los dientes hasta que le sangraron las encías.
Veía ante sí el cráter del Abllos, casi parecía que podía tocar su fuego si estiraba la mano. Sentía el calor que desprendía el volcán quemar su piel. Había llegado tan lejos. Unos metros más y lo habría conseguido. Habría encadenado su alma a la inmortalidad. Habría cambiado los designios de Sinorian. Y, lo más importante, habría ganado a Zanthe.
Forcejeó hasta la extenuación, sin éxito. Pero no quería darse por vencido. El premio era demasiado importante para no seguir luchando.
El grito de las arpías le aturdió, pero no fue nada comparado con el inmenso dolor que recorrió su cuerpo cuando cada una de ellas se alejó en una dirección, separando su cuerpo. No necesitaba mirar hacia atrás para saber que sus hermosas alas ya no estaban unidas a su espalda. Gritó hasta que no le quedó aire en los pulmones. Apenas había tenido tiempo de asimilarlo cuando sintió un nuevo desgarro en su cuerpo. La arpía que estaba enganchada a él le soltó, dejándolo caer al vacío. Le pareció irónico ver cómo se despedía de él con la mano, mientras se reunía con las otras dos, que dejaban caer sus alas parcialmente desplumadas. Veía subir a su alrededor hilillos de su propia sangre, sentía el viento golpeando con fuerza su cuerpo en caída libre, sabiendo que esa vez no podría desplegar las alas cuando el suelo estuviese demasiado cerca y remontar, burlando a la muerte. Y la espera del duro golpe se le estaba haciendo demasiado larga. Cerró los ojos, el cargado aire de Astéropes, lleno de negro humo y gris ceniza, el cansancio acumulado y la pérdida de sangre por sus heridas, le hicieron perder el sentido. Habría sido bonito, pero uno no puede luchar contra los designios de los dioses.

Abrió los ojos, aturdido. Notaba una extraña quemazón en la piel y un entumecimiento en las alas. Y se sentía tremendamente desorientado. Intentó hacer memoria de lo que había soñado y fue cuando miles de imágenes acudieron a su mente en una fracción de segundo. La daga, el orbe, Astéropes, las arpías. Todo. Miró alrededor, lo poco que podía hacer sin moverse, pues estaba tendido en algún lugar duro. A su alrededor no había más que roca oscura y caliente. Veía columnas de humo en el cielo y, al girar la cabeza, pudo distinguir la cima del Abllos. Miró hacia el otro lado y sus ojos vieron el mar. Había caído a los pies del volcán, a medio kilómetro de la escarpada orilla, donde rompían las olas.
Trató de incorporarse, pero las náuseas le indicaron que era mejor esperar unos minutos más. ¿Era eso lo que se sentía cuando uno moría? No era una sensación agradable, desde luego, pero tampoco tan horrible cómo había imaginado.
-Me alegra que por fin hayas abierto los ojos, Alecto.
No reconocía aquella voz suave y dulce, como el susurro del viento en sus oídos al volar, pero sí reconoció a la mujer que se acercó a él. Delgada y etérea, de piel clara y largo cabello castaño, ensortijado, que se mecía esponjosamente con el viento, como si flotara en él, igual que los bordes de su vaporosa túnica celeste. A través de los pliegues de la tela pudo ver sus pies descalzos, pero limpios a pesar de pasear sobre roca y ceniza. Se arrodilló a su lado y puso una de sus manos en su frente. Fue como un soplo de brisa fresca que le reconfortó. A esa corta distancia, Alecto pudo por fin mirarla a los ojos, profundamente azules.
Si la hubiese visto inmóvil y pétrea, habría pensado que se encontraba en Icarión, frente a la estatua que  se hallaba en el bosque entre los acantilados, a la entrada del templo.
-Mi señora –la voz apenas le salía del cuerpo.
Briseida retiró la mano de su rostro y se irguió. No sonrió, pero tampoco se mostró hostil hacia él.
-Ha sido una locura –reprendió suavemente-. No podías lograrlo y lo sabías. Triónidas podría reclamarte.
Alecto sonrió internamente ante la ironía de la situación. Había sido soldado desde los quince años y había sobrevivido a más de una batalla, pero había muerto despeñado. Él, que había hecho del viento su elemento, de volar su modo de vida.
-Pero no lo hará porque yo se lo he pedido. Tu amor, coraje y tu entrega me han conmovido, así que permitiré que regreses a Icarión.
Apenas hubo acabado de pronunciar aquellas palabras, Briseida desapareció, dejándole con el lacerante dolor de todos sus huesos quebrados y el agotamiento de la falta de sangre. Tardaría horas en poder siquiera incorporarse. Para entonces, dos arpías ya se habían encargado de llevarle de regreso a Sirrah.

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El carguero de Kere atracó en el puerto de Karthos cuando el sol estaba en lo más alto. Al día siguiente habría mercado y ya empezaba a haber movimiento en la playa, aunque nada comparado con el que habría a última hora de la tarde y al amanecer. Alecto fue de los últimos en descender, cojeando. Se detuvo cuando hubo salido del bullicio y miro a ambos lados, como si supiese que había alguien esperándole en la arena.
Y no se equivocaba, pues apenas un instante más tarde, los zarcillos de neblina aparecieron ante él para tomar la forma corpórea de Zanthe. La siníade le miró con el horror reflejado en los ojos. 
-Alecto… Tus alas. Tus preciosas alas.
-Ah. Eso. Te dije que estaba dispuesto a renunciar a ellas por ti –sus dedos acariciaron la mejilla de la siníade. Incluso en aquella situación, el icarionte sentía un profundo amor por ella.
-Pero... Tú amas volar más que a nada en este mundo.
-Te amo a ti más que a nada en este mundo. Lo repetí muchas veces, que estaría dispuesto a dejarme arrancar las alas por una sola de tus sonrisas, así que, creo que deberías tener una de esas que no te caben en el rostro –aunque intentaba mantenerse entero, su voz se quebró. 
Sus ojos se anegaron de lágrimas. Le tembló el mentón, a pesar de que apretó los labios para que no se notase. Apenas sintió los brazos de Zanthe a su alrededor, se dejó caer arrodillado ante ella, apoyando la cabeza contra su vientre y rodeando sus caderas con los brazos. Lloró. Lloró como un niño por la pérdida de sus mutiladas alas. Por la pérdida de su única oportunidad de retener a Zanthe a su lado.

Cuando la pena y el dolor parecían haber remitido un poco, Alecto se separó de Zanthe y se irguió de nuevo, mirando los acantilados de Icarión ante él. Le parecieron más inmensos, inaccesibles y escarpados que nunca. Sintió el cosquilleo a su espalda cuando sus músculos se movieron para aletear, pero lo único que en realidad se veía era como se movían los bultos bajo su camisa, aquellos muñones cubiertos de piel arrugada y blanquecina que indicaban que, una vez, no hacía todavía suficiente tiempo como para haberlas olvidado, tuvo alas. Alas que le permitían tener el mundo a sus pies, sentir el viento y el mar de una forma que sólo los que eran como él había sido entenderían. Soltó el aire que inconscientemente había retenido en los pulmones y, con paso vacilante, se dispuso a subir, por primera vez en sus treintaiún años de vida, por el camino que discurría por el interior del acantilado. Al menos estaba vivo. Y podía seguir viendo a Zanthe. Había aprendido la lección. No todos tienen el poder de cambiar los designios de los dioses. A algunos, simplemente, les llega así, azotando, el destino.

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