lunes, 16 de diciembre de 2013

Escena suelta 1.

El sol brillaba en el cielo azul y despejado. La brisa era fresca y el campo estaba cubierto de flores. El estallido de la primavera. No reconocía el lugar, pero era precioso, tranquilo, cálido y extrañamente... Familiar. Nunca había estado allí antes, de eso estaba seguro, pero sentía que era allí, justo allí, donde debía estar. Justo en ese lugar, en ese momento.

Vio dos lobos correr, jugando entre las flores, arrancando a su paso pétalos de colores que se llevaba el viento. Corrieron hacia él. Y lo sintió correcto. No se asustó, al contrario, se sintió relajado ante lo que, en otro tiempo, habría considerado una amenaza.
Conforme se iban acercando hasta él, los animales habían dejado de serlo y podía distinguir claramente a dos personas. Rió cuando ambos cayeron sobre él. Le aplastaban y hacían que le costase respirar, pero aquellos cuerpos cálidos contra el suyo le hacían inmensamente feliz.
Se separaron de él lo justo para que pudiese ver sus sonrisas, con el azul de fondo. Les miró alternativamente. Córbad y Lykaios.

Unos pasos les hicieron mirar hacia sus pies. Las cabezas juntas, impidiendo a Clyven ver quién se acercaba. Sin dejar de reír, se dejaron caer a sus costados, permitiéndole por fin elevarse sobre los codos y ver a otras dos personas, de pie, a unos metros de él, que seguía en el suelo.
Él, un hombre alto y fornido, puede que incluso unos centímetros más alto que el mismo Clyven, de cabello y ojos oscuros, que rodeaba con el brazo, protectoramente, los hombros de ella. Ella. No tenía palabras para describirla, más allá de la que acudió a sus labios.
-Mamá.
Se levantó más rápido de lo que fue consciente, para dejarse envolver entre ellos, como le habría gustado hacer de niño, y perderse en su olor y su calor, sintiéndose a salvo.

Sin embargo, no duró demasiado. Sus padres se apartaron, dejándole un repentino vacío helado, que en seguida fue llenado por una sonrisa, una maraña de rizos oscuros, dos ojos castaños cargados de paz y unos labios que jamás se cansaría de besar.
-Bienvenido a casa, Lobito.

El frío helado de la noche le arrancó de su sueño abruptamente. Maldijo entre dientes y encaró la ventana como si pensase asesinarla de todas las formas posibles. La brisa que se colaba por ella traía retazos de niebla. Niebla que se arremolinaba entre él y la ventana y, poco a poco, iba formando una figura. Una mujer.
La observó con el ceño fruncido, mientras ella extendía su mano hacia él, invitándole a cogerla.
-Es hora de irse, Clyven.
Él no se movió.
-Te está esperando.
Clyven comprendió. Abandonó el lecho y tomó la mano blanca y fina, cálida, de aquella mujer.
-Gracias... eh...
-Zanthe.

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