domingo, 26 de enero de 2014

Escena suelta 2.

Alecto se sentó en un banquito de la plaza, apartado del centro, envuelto en aquella gruesa capa de paño verde oliva que cubría su cuerpo hasta las caderas. La enorme capucha caía a su espalda, arrugada entre sus prominentes omoplatos. La tela caía bastante más por detrás que por delante, ya que había estado pensada para ocultar algo más bajo ella. Algo que ya no existía.
Se inclinó hacia adelante, apoyando los antebrazos por encima de las rodillas, las manos rozándose entre sus piernas ligeramente separadas. Levantó la vista al cielo y sonrió. Una noche despejada. Si estuviera en mitad del campo podría ver muchas más estrellas. En un tiempo que le parecía demasiado lejano las había tenido al alcance de las manos.
Si tan solo pudiese buscar refugio en la niebla... Pero hasta eso le era negado en esa noche. Sonrió y se pasó la mano por el pelo, corto y oscuro, despeinándolo. Condescendiente consigo mismo. Un iluso. Y lo sabía. Tal vez una jarra de algo fuerte le calentase el ánimo, o el fuego de la taberna tibiase su piel, ya que era lo único que se calentaría aquella noche.
Se levantó del banco y se sacudió los pantalones. Hizo ademán de colocarse la capucha. Siempre le había gustado eso de entrar en los sitios desconocidos haciéndose el misterioso, le resultaba divertido. Pero recordó por qué llevaba aquella capa casi rozando sus corvas y lo dejó estar. Caminó hasta la taberna y empujó la hoja de madera con ambas manos. Grandes, rudas, masculinas. Sin poder evitarlo, mientras se dirigía a un sitio vacío, miró su palma, la derecha, y la cerró, apresando el aire. El aire... Ojalá pudiera sentirlo de nuevo como antes.
Sonrió. Al menos tenía el premio de consolación. Un premio precioso, de largas piernas, con ojos oscuros y piel clara, que se fundía con sus caricias como hielo entre las llamas. Un premio impredecible y compartido. Un premio que adoraba desenvolver despacio, sin preguntarse cuántas veces otros habían hecho aquel mismo gesto, sin indagar cuántos lo harían después. Porque no era tan iluso como para pensar que era el único. Él era el único fiel en aquella tortuosa relación. Pero jamás habían hecho promesas. Jamás le había pedido que fuera sólo para él. Jamás lo haría. Porque ella era así. Era hermosa y libre, como el viento. Se había enamorado de ella como un adolescente. De sus ojos sabios, de su sonrisa madura, de sus manos expertas. De la forma en que los zarcillos de niebla se enganchaban en sus manos hasta formar dedos enlazados. De el viento contra su rostro. De su olor a libertad. Y así sería siempre. Esperando, con el corazón martilleando, con la respiración entrecortada al sentir el frío en la nuca, con las manos intentando atrapar retazos de niebla. Con su nombre en los labios. 
-Zanthe.

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