viernes, 14 de febrero de 2014

Escena suelta 3.

[Inciso en el Juicio.]

Al caer el sol, el mercenario buscó una vez más la luna menguante, que se alzaba blanca entre las estrellas, una tajada de sandía rodeada de millones de pepitas, como si quisiese asegurarse que seguía brillando en el cielo. Había dejado a Pallas dormida entre las mantas en la habitación que compartían en el Refugio y había bajado por las pasarelas de madera que unían las plataformas de piedra hasta que sus pies descalzos notaron la fría humedad del mar de finales de invierno. Cuando la marea bajaba se podía llegar hasta una gruta que daba al exterior y que quedaba totalmente inundada cuando el mar subía. En un principio había pensado abandonar la seguridad que le ofrecía la roca del acantilado y perderse entre los árboles del bosque que se extendía en su interior, hasta llegar cerca del templo de Briseida. Pero no era buena idea. De noche, las brisalias, como llamaban a las icariontes que custodiaban el edificio de piedra blanca, disparaban las lanzas al mínimo atisbo de movimiento.
Se dirigió al exterior. Tenía tiempo suficiente para regresar antes de que la marea subiese del todo. El agua le cubría hasta la altura de los gemelos y la marea estaba bajando. La oscuridad del enorme pasillo de piedra que estaba atravesando no suponía apenas obstáculo para sus ojos de lobo.
Estaba a punto de sentir de nuevo la luz de la luna en su piel cuando el olor de Esthia llegó hasta él. Su rastro había sido borrado por las olas y el aroma del salitre. Chasqueó la lengua. Habría preferido pasar un rato a solas.
—Clyven, ¿me buscabas? —lógicamente él también había sido descubierto, así que se dejó ver.
—Pensaba que aquí no encontraría a nadie.
—Suelo venir aquí cada noche, cuando baja la marea. Me gusta echar un vistazo. Saber que todo está bien. Ésta es la única entrada al Refugio que no podemos tener vigilada. No nos conviene que alguien descubra por casualidad qué esconde el acantilado.
—Te has vuelto responsable y todo —ironizó subiendo por las rocas hasta sentarse algo más de un metro sobre el nivel del agua, junto a Esthia. El olor que desprendía su piel dejaba claro que no había estado precisamente solo en aquel lugar. Agradeció internamente a los dioses por no haber llegado antes, interrumpiendo el encuentro entre Esthia y Cessy. Tenía confianza con Esthia, le aceptaba tal y como era, compartía sus secretos. Pero todo tenía un límite. Y pensar en toparse con los dos enzarzados en una guerra de besos y caricias no era lo que más le apetecía.
—Tengo que cuidar de las niñas.
—Seguro.
—¿Y tú qué haces aquí?
—Quería estar solo un rato, pero me alegro de haberte encontrado... Hay algo que no os he contado...
—Jum. ¿Secretos con los amigos? Muy mal, Clyven.
—¿Recuerdas aquella pareja que hallaron muertos unos días antes de que nos encontrásemos?
Esthia asintió con un cabeceo y al instante sus ojos se abrieron por la sorpresa que le producía la idea que había surgido en su mente.
—¡Eh! ¡Espera! ¿Me estás diciendo que...?
—Sí, fui yo.
—Joder, joder, joder. Así Níoster decía que los cuerpos tenían un olor extraño. Era el tuyo, pero como te hacíamos lejos de las islas no lo relacionamos. También nos extrañó que un lobo llegase a Icarión y no acudiese aquí. Es el mejor lugar para esconderse. Clyven, ¿cómo no nos buscasteis? Los habríamos hecho desaparecer o algo.
—No tenía ni idea de quién ocupaba el refugio. No soy muy bien recibido por estos lares, ¿recuerdas? Otros no se hubiesen tomado a bien tener bajo su techo a un asesino.
El lobo blanco alzó la ceja.
—Como si nosotros no lo fuésemos. Clyven, todos matamos durante la guerra. Fuimos entrenados para ello.
—Pero eran objetivos, teníamos un motivo. No es una muerte al azar.
—Una muerte es una muerte. Sea de quien sea.
Clyven desvió la mirada. Aquella frase llegó a sus oídos con la voz de Esthia y a su cerebro con la de Viktor. Tendrían aún que pasar muchos años para que entendiese por qué no debía sentirse culpable por su muerte. La mano de Esthia apretando su hombro le hizo volver a mirarle.
—Por mucho que hayamos cambiado, hagamos lo que hagamos, la Manada siempre protege a sus miembros.
—Yo ya no estoy con la Manada.
—No, no estás con nosotros, pero eres de los nuestros. Y siempre lo serás. ¿Qué pasó para que matases a esas personas?
—Es una historia demasiado larga.
—La marea aún tardará unas horas en subir lo suficiente como para que no podamos entrar. Así que, a menos que te dé miedo mojarte, creo que nos dará tiempo.
Y allí, con el suave canto de Laetania envolviendo sus palabras, con la Dama de Plata como único testigo, Clyven se preparó para compartir, por primera vez, su secreto mejor guardado. Se tomó unos largos segundos, con la mirada perdida en el vaivén de las olas, buscando cómo empezar.
—¿Recuerdas lo que nos contaba Hocumie sobre el Bosque de Cristal? —preguntó al fin.
—Sí.
—Pues es cierto. Lo he visto.
—¿En serio?
—Tras la muerte de Víktor, cuando me marché con el ejército de Verana. Ya sabes, mi traición y todo eso.
—Oh, vamos. Todos sabíamos que era cosa de Víktor que te marcharas. Hocumie nos lo contó.
—¿Ah, sí? ¿Qué más os contó?
—Nos dijo que todo era parte de una estrategia de Viktor, que tú y él ibais a iros con el ejército, pero que a él le descubrieron y le mataron y tú ibas a seguir solo. Todos te admiramos por ello.
—¿Aunque Víktor muriera?
—Sí. Pero no podíamos contárselo a nadie. Te habríamos puesto en peligro. Por eso para los clanes eres un traidor. Aunque ahora tal vez...
—No. Déjalo estar. Yo tengo una vida lejos de aquí y no he vuelto para quedarme, así que tampoco importa.
—Pero, Clyv...
—Esthia, no. Viktor fue despedido como un héroe. Además, realmente yo lo delaté. Estaba furioso con él y dejé que lo atraparan.
—Os habrían descubierto a los dos y habríamos llorado dos muertes. Hiciste lo que tenías que hacer. Para ninguno de nosotros eres un traidor. Y estoy seguro de que tampoco para Viktor.
—Bah.
Esthia sonrió y apoyó la mano en el hombro de Clyven. No tenía por qué, pero había llevado la muerte de Viktor como una pesada carga a la espalda. Se sentía culpable, se le notaba en los ojos, en cómo bajaba la mirada cada vez que mencionaba su nombre.
—Va, venga —quiso cambiar de tema para aligerar el ambiente—. Cuéntame eso del bosque, que no quiero que nos pongamos sentimentales, que luego Cessy se tira horas preguntándome qué ha pasado y no tengo ganas de darle explicaciones.
—¿Dando explicaciones? Por lo que veo, el asunto es serio.
—No te burles y cuéntamelo.
—No me burlo, imbécil, me alegro por ti.
—Ya, ya, pero ¿viste a las siníades? Dicen que son preciosas.
—No, pero vi a Shyd.
—¿La Dama de Plata?
—¿Cuántas Shyds conoces? —Esthia bufó en respuesta. Clyven puso los ojos en blanco—. Sí, esa Shyd. Y te juro que entiendo a Hiperión. Es la mujer más hermosa que he visto en mi vida.
—¿Más que Pallas?
—Ésa es una pregunta trampa, cabrón. Pero sí, más que Pallas incluso. Aunque delante de ella lo negaré, aviso.
Esthia rió con ganas.
—El caso es que Verana me siguió hasta Naxes. Había descubierto mi secreto y quería venganza. Me dio donde más me dolía; casi mata a Pallas. No lo supe hasta después de acabar con ella, así que habíamos perdido un tiempo precioso. No parecía que pudiéramos hacer nada más que verla morir. Entonces escuché a Seldey y Raíf, dos humanos que viajaban con Pallas —aclaró al ver el interrogante gesto de Esthia, que no reconocía aquellos nombres—. Les escuché hablar de que desde allí, al amanecer, podía verse el sol sobre el Bosque de Cristal.
—Pero es tan inaccesible como Arges y Astéropes, ningún mortal puede llegar hasta él.
—Se supone. Pero yo estaba desesperado y no tenía nada que perder. Así que crucé el pequeño estrecho que separa las dos islas. Dicen que hay criaturas horribles defendiéndola, pero yo no encontré ninguna. O quizás Sinorian decidió dejarme pasar, no lo sé. Nadé y nadé hasta que alcancé la orilla, casi exhausto. Y cuando abrí los ojos vi ante mí...
—¡¡A Shyd!! —interrumpió Esthia, ganándose una mirada molesta de Clyven.
—A Necreonte. Traía consigo un libro negro y, no sé cómo, pero supe que venía a ofrecerme un trato. Conoces las leyendas tan bien como yo, sabes que los pactos con los inmortales no suelen acarrear nada bueno, pero acepté. Necreonte me guió por el Bosque de Cristal hacia el hogar de Sinorian. Ese lugar es impresionante. Altos árboles de cristal. Sus ramas se mezclan unas con otras y el sol pasa a través de ellas. Incluso se ven brillar los destinos marcados.
—Tuvo que ser sobrecogedor.
—Más de lo que te puedas imaginar, sí. Entonces Necreonte se detuvo ante un árbol concreto y me ofreció alargar la vida de Pallas a cambio de servirle. Yo acepté sin dudarlo y el Mensajero de la Muerte desató mi furia. Me hubiese quedado así para siempre, pero Shyd lo impidió. Ella me protege, por eso sólo me asalta la furia en las noches en que la Dama de Plata no vigila el cielo.
—Oh —Esthia sopesó un momento si hacer o no la siguiente pregunta, pero finalmente la curiosidad pudo sobre la prudencia—. ¿Y no temes que en una de ésas vayas a por tu mujer?
El rostro de Clyven se ensombreció y Esthia supo que había dado en el blanco, que precisamente eso era lo que atormentaba a su compañero.
—Siempre voy a por ella. La cicatriz de su cuello es obra mía. Ella insiste en repetirlo ciclo a ciclo. Conoce un hechizo que hasta ahora ha impedido que la mate, pero ya he perdido la cuenta de las veces en las que he estado a punto de hacerlo. ¡Jum! Es irónico, ¿sabes? Intenté salvarla y la he condenado.
—¿Por eso eres tan jodidamente protector con ella?
—En parte.
—Y en parte porque eres un estúpido celoso.
—No me jodas.
—Pero si es verdad. Mírala. Es preciosa. Y si es capaz de aguantarte a ti, no hay duda de que es una gran mujer, podría tener a cualquiera que quisiera. ¿Por qué iba a querer quedarse al lado de un hombre que intenta matarla cada dos por tres?
—No estás ayudando.
—Esta conversación ya la tuvimos hace años, Clyv. Si ella te ha elegido, será por algo. No te compliques tanto la existencia.
—Odio cuando te tomas todo con ese absurdo optimismo.
Esthia se encogió de hombros.
—Y yo odio que te comportes como un viejo amargado cuando deberías estar feliz. Tienes una mujer maravillosa que va a darte un hijo. ¿Qué más puedes pedir?
—¿No sentir instintos de matarla?
—Imposible. Es una mujer. Son adorables, pero a veces entran ganas de abrazarlas hasta que dejen de respirar.
Clyven rió como hacía tiempo que no hacía. Era bueno estar de nuevo en la manada.
—Vaya, casi se me había olvidado lo guapo que estás cuando te ríes.
—Esthia...
—¿Qué?
—Eres idiota.
—Pero soy un idiota al que quieres mucho.
—Alguien tiene que hacerlo, supongo. Pero no esperes que te lo diga a menudo.
—Bah.
—Hay otra cosa...
—¿Más? Clyv, por todos los Dioses, desde que dejaste la Manada te has vuelto un irresponsable —reprendió, imitando a Níoster.
—Hablo en serio. Necesito que me ayudes. Pallas no puede hacer magia, así que, en la próxima luna nueva necesitaré alejarme de ella. Y a ser posible, de vosotros. Prefiero que, si tiene que morir alguien, sea alguien a quien no haya visto en mi vida. Así sólo será uno más en la lista.
—No seas dramático, si Pallas puede soportarlo, yo también.
—¿Qué? Estás loco.
—¿Por qué? Siempre quise que me mordieras en el cuello. O donde quieras.
—Recuérdame por qué no te he matado todavía.
—Porque soy adorable.

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