jueves, 16 de octubre de 2014

La creación de las Siníades.

Ignorando las apremiantes llamadas de sus hijas, Pallas Atenea apiló los platos y los vasos que habían sido usados en la cena. Los dejó caer en el barreño de agua espumosa y los lavó a conciencia, hasta que no quedó en ellos rastro alguno de comida.
El suave tarareo con que acompañaba su tarea le permitía escuchar, con una sonrisa que nadie veía, las quejas de las pequeñas, que esperaban impacientes junto al fuego a que llegase su madre para contarles el tan ansiado cuento antes de ir a dormir.
Clyven había supervisado personalmente, desde la butaca que había arrastrado hasta cerca del hogar y con Áyax sentado en sus piernas, agitando un pequeño caballito de madera, cómo Niké y Clío habían colocado las sillas alrededor de la mesa y tirado de la alfombra para acercarla a las brasas. Ambas estaban sentadas sobre ella, mirando hacia el armario donde la hechicera iba colocando los enseres.
―Mamiiii ―llamó una vez más Niké.
―Ya voy, ya voy.
Sin apresurarse más de lo necesario, acabó de colocarlo todo y fue, por fin, a sentarse en el suelo, entre las niñas, apoyada contra una de las piernas de Clyven. Él le acarició distraídamente una mejilla y sujetó la mano del pequeño, para que no golpease con el juguete a su madre por accidente.
―Bien, ¿habéis pensado qué cuento queréis oír?
―¡El de Shyd! ―exclamó Niké.
Clío frunció el ceño, exactamente igual que hacía su padre. Pallas rió y levantó los ojos hacia el lobo.
―Desde luego, es hija tuya.
Como respuesta, recibió un simple arqueamiento de ceja.
―Yo no quiero ése ―se quejó la pequeña.
―¿No? Es un cuento muy bonito. A Niké le gusta mucho ―Pallas le cogió la manita―. ¿Cuál quieres escuchar tú?
―¡¡El de Shyd!! ¡Yo lo pedí primero! ―se quejó Niké―. Papá, dile que yo lo pedí antes.
―Niké, cariño ―respondió su madre en su lugar―, lo contamos hace nada. Espera, a ver qué quiere Clío.
―Jo.
―El de Nedontre ―todavía le costaba pronunciar algunas palabras.
―¿De Necreonte? De Necreonte hay muchos. A ver... ¿Qué os parece si os cuento uno nuevo?
Las niñas se miraron entre ellas, con los ojos brillantes de ilusión, y asintieron, acomodándose cada una a un lado de la bruja. Niké contra su brazo, Clío con la cabeza en su regazo, para que le tocase el pelo mientras contaba el cuento. Sonrió. Eso lo había heredado de ella. Movió ligeramente la cabeza, buscando que la mano de Clyven se perdiese entre sus rizos, y comenzó la historia:
―Hace mucho tiempo, Albórean creó las islas para Eriaclea y ésta las llenó de vida. Creó los árboles, las plantas, a los humanos, los cíclopes y todos los demás seres que habitan en ellas.
―¿Y las hydras?
―Sí, Niké, y las hydras. Luego, cada Dios fue añadiendo criaturas, poco a poco, según fue pasando el tiempo. Eran criaturas mortales y, como tales, sólo vivirían un periodo determinado. Pero ninguno de los dioses quería marcar el fin de sus creaciones, así que crearon un lugar, junto a Naxes, donde cada uno de ellos dejó un diminuto cristal por cada una de sus criaturas. Sinorian fue el encargado de cuidar que esas semillas de vida creciesen hasta convertirse en un frondoso bosque de cristal. Cada árbol representa una persona, según cómo crece, así es su destino. Los hay que crecen rectos y fuertes, con muchas ramas, los de las personas buenas. En cambio, otros son retorcidos y nudosos, como los corazones mezquinos. Sinorian dejaba crecer los árboles a su libre albedrío. Las ramas se cruzaban unas con otras, se entrelazaban y separaban, determinando las personas que iban a conocerse, las que iban a enamorarse o las que iban a odiarse a muerte.
―¿Cómo papá y tú?
―Sí, como papá y yo ―sonrió―. Él se limitaba a verlas crecer. Se había impuesto no alterar el equilibro con el que se desarrollaban los destinos y sólo cuando otro dios se lo pedía, por capricho propio o escuchando las súplicas de los mortales, influía sobre ellos. Pero los dioses nunca hacen nada por nada si no es su voluntad. Y Sinorian tampoco.

>>Para mantener el equilibrio en el Bosque de Cristal, el Señor de los Destinos había determinado que, además del tributo que hubieran de pagar los mortales a los dioses que les favoreciesen, para mejorar un destino debía empeorar otro, y viceversa. Por cada criatura que los dioses salvaran, otra moriría, por cada una que se enriqueciera, otra se empobrecería. Para marcarlos, los árboles del destino de cada uno de ellos cambiaban del blanco que mostraban siempre, como si estuviesen llenos de niebla, a mostrar un tono azulado o amarillento. El Dios no permitía que, una vez que un destino había sido alterado, volviera a cambiarse. Y ésos cuyos sinos habían quedado marcados a la vez, se cruzarían en algún momento de su vida. Se cruzarían y sabrían quién era el causante de su desdicha y el que permitía su ventura. Si aquel a quien los dioses habían ayudado pagaba su deuda con el otro, si le compensaba por el sufrimiento que había padecido y compartía con él su felicidad, ambos eran liberados y sus árboles volvían a ser blancos, quedando de nuevo sometidos al azar. Si no lo hacía, sus destinos chocaban y aquel que tuviera un cuerpo, un alma o una voluntad más fuerte, salía victorioso, mientras que el otro moriría.

>>Sinorian controlaba el Bosque desde el tapiz del Palacio de Espuma, donde podía ver hacia dónde evolucionaban cada tronco y cada rama. Sólo llegaba a la isla junto a Naxes cuando era necesario influir sobre alguno de ellos. El tapiz mostraba cada detalle que él quisiera ver acerca de cualquier criatura: su pasado, su presente, su futuro. Los únicos que no quedaban expuestos a sus ojos eran los propios dioses, porque, aunque no ejercía su influencia sobre ellos, también podía ver hacia dónde se encaminaban las vidas de los inmortales que les servían. A veces la visión se nublaba con una suave bruma, cuando el azar o los hechos del propio mortal hacían más incierto el resultado de sus actos. El futuro siempre es cambiante.

>> Sin embargo, había muchos momentos en los que nadie estaba pendiente de lo que reflejaba el tapiz. El equilibrio se mantenía. Los mortales nacían, crecían y morían según marcaba su destino. Todo iba bien. Hasta que un día, algo llamó su atención en el tapiz. Una pareja de árboles brillaba con especial intensidad. Sus ramas se retorcían las unas contra las otras. Sinorian desapareció del Palacio de Espuma para poder ver lo que ocurría en el Bosque de Cristal: uno de los árboles, grande y de un azul tan intenso que le obligó a apartar la mirada, rodeaba con sus ramas a otro más pequeño y débil, cuyo interior mostraba un tono anaranjado que se iba apagando por momentos. Puso la mano sobre él y al instante pudo ver lo que ocurría a los dueños de aquellos destinos.
>>Vio a una muchacha, que apenas pasaba los catorce años, llegar a uno de los Templos en Aqueloo. Ni siquiera se molestó en saber en qué ciudad. Iba llorando, caminando con dificultad, apoyándose en los muros, con la ropa ensangrentada y un recién nacido contra el pecho. Y supo todo lo que había sufrido en su vida. Supo que había estado sola, que había sentido hambre, frío y miedo, que había pagado con su dolor que la suerte de su señor cambiase y él en lugar de ensalzarla a su lado, la había humillado y ultrajado, maltratado y golpeado sin piedad. Abandonó la isla junto a Naxes y se dejó ver junto a ella. Le tomó la mano, sostuvo su mirada y leyó en ella una súplica: su bebé.

>>Por primera vez, Sinorian optó por ayudar a un mortal en concreto y tomó en brazos al bebé. Era una niña, de cabellos rubios y ojos castaños. Se la llevó con él al Palacio bajo Hárpago y la llamó Selín. A pesar de ser humana, la niña fue criada junto a los inmortales y Sinorian le enseñó cómo interpretar los destinos en el tapiz, cómo influir en ellos y cómo guiar las almas a Arges y Astéropes. Pero Selín no podía hacer todo aquello sola, al ser mortal. Lo único que podía era estar junto a Sinorian, al que había empezado a llamar padre, cuando éste lo hacía. Él habría sido feliz teniéndola a su lado para siempre, pero Selín era mortal y, como tal, debía volver a su mundo para ser feliz allí, con los suyos. Vivió una vida plena y fue dichosa muchos años, hasta que le llegó el momento de atravesar, de la mano del que había sido su padre, los fuegos del Abllos, para llegar al Reino de Triónidas y enfrentarse al Juez.

>>Frustrado por no poder tener a Selín a su lado, Sinorian tuvo que conformarse con ver sus sucesivas encarnaciones con el correr de los tiempos. Hasta el momento en que la nueva vida de la que él consideraba su pequeña se truncó de una forma horrible. El Dios descargó su furia y su frustración en el Bosque, alterando los destinos. El caos se adueñó de las islas. Las vidas de los mortales cambiaban erráticamente y tan pronto les asolaban enfermedades o catástrofes como épocas de bonanza, si bien éstas eran muy breves y sólo servían de preludio a una desgracia aún mayor. Los dioses no podían permitirlo y encerraron a Sinorian durante cien años en el Palacio de Espuma, en la última torre de la larga pasalera que se extendía en su parte posterior.

>>Pero el Destino seguía alterado sin su guardián. Por mucho que Albórean y Eriaclea trataban de calmar su ánimo, por mucho que Laetania cantase entre los suaves murmullos del mar, por mucho que Atlaness y Necreonte intentaran hacerle volver ante el tapiz, todos los intentos eran en vano. Sinorian no se perdonaba a sí mismo el no haber podido proteger al único ser del que se había hecho responsable. Tras mucho meditarlo, los dioses decidieron intentar devolverle a Sinorian aquello que le había sido arrebatado y, de las lágrimas que éste había derramado por Selín, crearon un pequeño bebé, una niña de ojos azules y cabello castaño, que convivió con Sinorian en su encierro bajo Hárpago: Akrótiri.

>>A pesar de ser tan distinta a Selín, Akrótiri supuso una nueva luz para Sinorian. Ocupo su tiempo, reclamó su cariño y toda su atención. Le enseñó a caminar y hablar, a leer y escribir, a interpretar el tapiz e influir en los destinos, como había hecho con Selín. Pero, además, pudo enseñarle todo aquello que le permitía su condición de inmortal. Podía volar, podía atravesar el Abllos sola, podía cambiar su cuerpo y su voz, fundirse con el viento y el agua, adentrarse en la tierra. Akrótiri dominó pronto su condición de siníade, hija del Destino, y asumió sus funciones para ejecutar los designios de su padre y acompañar a las almas de los mortales a través de los fuegos de Astéropes. Pero únicamente aquellas cuya muerte era pacífica, pues las caídas en el fragor de la batalla competían a Necreonte, Señor de la Guerra.

>>Pero Akrotiri era una niña y Sinorian echaba en falta verla jugar como había visto hacía demasiado tiempo a los hijos de Eriaclea y no hacía mucho a Atlaness y Necreonte. Por ello, una noche, en la soledad de su alcoba, cuando Akrótiri dormía, Sinorian arrancó uno de los cabellos de su hija y lo ató con uno de los suyos. A partir de ellos creó una hermana para Akrótiri, Dekhelia. Hermosa y dulce, de cabello azabache y ojos claros, como la miel, fue la compañera ideal de juegos y travesuras para la mayor de sus hijas.

>>Los tres abandonaron el Palacio de Espuma y ocuparon el Bosque de Cristal, llenando lo que antes había sido un lugar silencioso y frío de cálidas risas y juegos. Juegos que se fueron apagando a medida que las siníades crecían. La confianza que Sinorian tenía en ellas no tenía límites, hacía ya demasiado tiempo que iban y venían solas de las islas a Astéropes o se perdían entre los mortales para conocer de ellos. Mas su responsabilidad era tanta, había tantas almas que guiar, tantos destinos que cuidar, que Akrótiri y Dekhelia pidieron a su padre que crease una hermana para ellas. Y así fue como, sangre de su sangre, el Señor de los Destinos brindó al mundo su mayor regalo: Zanthe.

>>Sinorian tenía tres hijas que eran su orgullo. Las miraba siempre con ojos cargados de amor, pero había en ellos un reflejo de añoranza. Habían crecido y recorrían las islas a su antojo. El Bosque de Cristal había vuelto a quedar en muchos momentos silencioso. Ya no frío, pero carente de risas y juegos. Más de una vez las siníades habían sorprendido a su padre paseando entre los altos troncos de cristal, donde tiempo atrás habían correteado ellas. Y como regalo para su padre, para que jamás estuviese solo en el Bosque junto a Naxes, Akrótiri, Dekhelia y Zanthe cortaron un mechón de sus cabellos, los trenzaron y crearon a partir de ellos a Une, la menor de las siníades.

Pallas miró a las pequeñas, ambas estaban ya dormidas sobre ella. Al igual que Áyax lo estaba sobre su padre, con la cabeza apoyada en su hombro y el cuerpo contra su pecho. Clyven se levantó, con cuidado de no despertar a Clío, y entró en el dormitorio que compartía con la bruja para dejar al pequeño en la cuna. Luego volvió a por Clío y la levantó del suelo, llevándola a su cama. La arropó y besó su frente.
―Buenas noches, princesa.
Hizo lo mismo con Niké.
Cuando regresó a la sala principal, Pallas estaba ya echando agua sobre el hogar para apagar cualquier rescoldo. En silencio, la abrazó por la cintura y dejó un beso en su mejilla.
―Deja eso, ya acabo yo.
―No tardes.
Negó con la cabeza. Cuando estuvo solo, se quedó observando el reflejo de la luz de la luna en el suelo. Apretó los dientes y dejó ir una idea antes de entrar a dormir. Su árbol no era blanco.

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